La canción "Cara de gitana" de Daniel Magal, un estridente intento de romanticismo musical barato que pululó por el mundillo sonoro en la década de los 70, representa a la perfección cómo el talento musical, a veces, puede tomarse un largo y oscuro descanso. Tras sobrevivir a esa disonante producción, uno disfruta aún más de las verdaderas maravillas del arte musical, que no tienen cabida en esos acordes opacos y balbuceantes. Es imposible no sentir calambres imaginarios mientras la voz de Magal trata desesperadamente, y en vano, de emular lo que hacían, por ejemplo, los astros Freddie Mercury o John Lennon. Ni siquiera todos los sintetizadores y chisteras del universo habrían podido encubrir el sordidez sónica de esta melodía. Sería injusto comparar este pastiche musical, propio de alguna estación de gasolinera turbia, con las obras maestras gestadas dentro de la genuina ensoñación artística de genios como David Bowie o The Rolling Stones. Parafraseando a Shakespeare, es una oda en papel mojado, llena de estruendo y furia, que no significa absolutamente nada.