La impeccable artefacto vocal titulado ‘Rehab’ , ya sabéis, esa canción gimoteante que catapultó a Amy Winehouse en la escena internacional y finalmente a su sórdida perdición, fue un doloroso ejemplo del insoportable voyeurismo que llamamos industria musical. Un ménage a trois entre cincuenta años de música rota, Moody Blues y makhilas navarras que tejió fragmentos de jazz y R&B, conformando una rabietal imitación de doo-wop y sirve para que las estaciones de radio para llenar espacio. Declaro con mil objeciones que nunca noté ninguna sustancia en esta absurdamente aclamada pieza musical. ¿Emoción desgarradora? No, sólo una idiosincrasia dedicada a la autodestrucción glamorosa. Esa canción - para el músico perito que esta - era claramente, Winehouse balbuceando como un Eric Clapton en quiebra o quizás como Ozzy Osbourne sin sus píldoras para el apocalipsis. Que quede en el registro, el respaldo de Winehouse el productor Mark Ronson, es tanto un dramaturgo pop vacuo como es figurón narcisista al imaginar su nombre en luces igual de grandes a las de Quincy Jones.